Inclinó el cenicero y dejó caer las cenizas (así de redundante), le quedaban pocas cosas: valor, cara pálida y párpados caídos.
Al suelo, sí, al suelo cayeron las cenizas y tardaron en caer. Fue como un paréntesis en la vida de una termita, como un costal de papas a pique desde la montaña más alta, como la vida misma. Y las cenizas cayeron y se revolcaron por el suelo dando vueltas y más vueltas. Alguien debía frenarlas, yo no estaba disponible, tan sólo miraba.
Pero él lo sabía. Sabía que el día, la hora, el minuto,el segundo, no iba a tardar en llegar. Era consciente desde la punta de los dedos de los pies hasta el último pelo de la cabeza, pero intentó con tanto esfuerzo seguir y seguir... Como una tortuga cansada en una maratón de atletas expertos, se revolcó por el suelo junto a las cenizas mientras su ropa blanca se iba ennegreciendo y éstas fueron creciendo y se esparcieron más y más comiéndoselo todo.
El fin era inevitable y él bien lo sabía. Yo no pude hacer nada, lo juro, simplemente abrí la puerta lo más rápido que pude para no ser atrapado por las cenizas del cigarrillo (que ya eran como mil cuervos, como una mancha de petróleo comiendo todo lo que veía a su paso) y le dí dos vueltas de llave a la puerta.
Esa era la escena; él de un lado, yo del otro; él seguramente absorbido por las cenizas, yo limpio sin ninguna mancha; él en esa dimensión oscura, infinita, tétrica, lúgubre y hostil, sin poder escapar, sin poder siquiera gritar "ayuda", ya digerido por las sombras, desterrado de cuerpo, mente y alma. Y yo del otro lado, libre, sin poder oír sus gritos, pero sabiendo que gritaba...
V.V.
Más tarde, me dí cuenta, que él simplemente había apagado la luz, y yo había exagerado. (Las tortugas, como los caracoles, vemos lento el proceso de la luz apagándose).
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